miércoles, 11 de febrero de 2009

Laberinto de corazón (Luna que ilumina y flores que crecen)

La lengua dentro de mi boca, sellada por mis blanquecinos labios, parecía haberse anudado, y mis ojos solo eran capaces de divisar el horizonte gris, frío y húmedo que rodeaba mi cuerpo que estaba resignado al destino incierto que le esperaba.

Mis manos estaban entumecidas, pálidas, y daban la impresión de que si llegaba a mover un solo dedo, se partirían en irremediables trozos, futuro alimento para las hormigas que comenzaban a caminar sobre mí; y mi respiración era cada vez más dificultosa, inclusive, dolorosa.

La muerte esa una salida tan rápida y fácil que no parecía siquiera realista: todas las maneras para salir de mi estado de continuo dolor eran tan utópicas que parecían ideadas por los pensamientos propios de un infante. Y es por eso que ya había optado por esa salida tan rápida y fácil, pero dándome cuenta al instante de algo: estaba en lo cierto, el estado de continuo dolor y sufrimiento desaparecería de una vez y por todas.

Es que así era mejor, yo me olvidaría de todos. Y de ella. Por su parte, la luna continuaría iluminando las mustias noches estrelladas, por desgracia de las almas solitarias que, al contrario de mí, continuaban enfrentándose a la vida. Las flores seguirán creciendo también, enloqueciendo niñas y maricas, a la vez que los pequeños todavía mantendrán su miedo a aquello que vivía en sus armarios.

En mi mano izquierda se encontraba aún, aquella hojilla de afeitar que se había transformado, con tres profundos cortes en su haber, en la llave de la puerta que intenté abrir desde hace varios meses.

Podía mirar mi reflejo en el charco carmesí a mi alrededor, hasta pude ser capaz de divisar mi rostro. Por primera, y posiblemente última vez, fui capaz de encontrar en él, una extraña, pero a la vez atractiva y sensual belleza. Tal vez era la propia de los suspiros previos a la muerte, o tal vez era el color el que se encargó de resaltar todo lo bello.

Sonreí. ¡Irónicos últimos minutos de mi vida! Me pareció tan sarcástico vivir el narcisismo en mis últimos parpadeos.

Pero sin embargo, la sonrisa fue lo primero de mí en morir. Inesperadamente mi mandíbula comenzó a temblar, al momento en que mis ojos se humedecían tanto que me resultaba imposible continuar divisando mi reflejo, y una lágrima recorría mi ahora blanca mejilla.

Nunca más podría observarla caminar, mientras sus cabellos negros como la noche se movían con cada paso que daba. Sinceramente, fue la más bella mujer que había conocido en mi vida que se terminaba, la única que se había internado en lo más oscuro y recóndito del laberinto de mi corazón. La amaba, la amo, y después de cruzar la puerta que se estaba abriendo la continuaré amando.

Sin embargo, ese amor que iluminó más que el fuego de miles de soles; jamás llamó su atención, nunca uno de sus rayos de luz osó acariciar sus delicadas mejillas, ni entrar por sus ojos, hermosos zafiros azules, envidia de Afrodita desde los tiempos inmemoriales. Y a esa luz ahora no alcanzaba a iluminar más que lo que hace una vela de cumpleaños.

¿Por qué me dejé vencer? No lo sé, y moriré con la duda, y eso es una verdad tan dolorosa que opacó lo sentido cuando las venas se cortaron una tras otra.

Todavía, sin embargo, la espero. Y a donde me lleve la puerta ya abierta, esperaré a que tal vez, algún día, sea ella, el polen de esta flor que por ahora esta marchita.

La esperaré, como lo hace la desquiciada esposa que anhela la llegada de su marido muerto en la guerra.

La esperaré, hasta el fin de los tiempos, cuando ya no vuelen las aves en el cielo, o cuando mueran los últimos poetas, filósofos y sabios.

La esperaré, porqué se ha internado en lo más oscuro y recóndito del laberinto de mi corazón.

Y así la esperaré, porque la amé, la amo, y la seguiré amando.

 
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